10 de febrero de 2007

Silencio

Aquel silencio era aterrador. Sabía que normalmente sólo podía significar una cosa: los instantes previos a una explosión.

Haizam, acurrucado a sus pies, únicamente tenía cuatro años y ya comprendía lo que aquellos momentos de quietud significaban. Notó como se encogía un poco más y giró la cabeza para dejar sus ojos fuera de su mirada. Escuchó entonces como su hermano producía un ligero sollozo que destilaba más desesperanza que dolor.

Algo se pudre en el mundo cuando hasta los niños de cuatro años han perdido ya el optimismo.

Quiso arroparlo un poco más, pero aquella vieja colcha ya no podía dar más de sí. La escasez de ropa de abrigo era un problema añadido, sobretodo después de que la pared del comedor se viniera abajo con aquella bomba que voló el mercado.

Aquel sargento americano tan simpático les había prometido mantas y alimentos, pero de eso hacia ya tres días y ni rastro de la supuesta ayuda. Eso sí, que recuerdo tan grato dejó en sus jóvenes mentes, el recuerdo de las chocolatinas que tan alegremente repartió entre los niños del barrio. Curiosamente, fue el mismo día que su padre se marchó de casa, después de aquel tiroteo de las afueras.

Su madre, de la cual oía su respiración en la habitación de al lado, estaba casi tan asustada como ellos, aunque intentaba no dejarlo entrever delante suyo. Tras la muerte de Khaled, el pequeño de la casa, prometió que jamás volvería a derramar una lágrima. A base de mutismo y de interiorizar su dolor lo estaba consiguiendo.

De todas maneras, todas aquellas penurias simplemente eran pruebas que Dios les estaba poniendo en su camino para probar su fe. No podía haber otra explicación.

Pero que difícil se hacía soportar aquel silencio.

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