19 de octubre de 2008
Madurez, divino tesoro
Y el viejo idiota le gritaba al cielo que todos estaban locos.
Ciego, dormido, sorprendiéndose de su cansancio a cada paso. Sabiendo que las calles son lugares demasiado tristes para que renazca la ilusión. Sólo quedaba prepararse para vaciarse de las ambiciones del viaje, para aceptar que nuestro destino es irrelevante, para reconocer nuestra tendencia a desaparecer.
Y el viejo idiota notaba el desprecio y la mofa a cada palabra que salía de sus labios. Y los miraba, los miraba a todos con una mueca de superioridad, pensando que este sucio mundo nunca reconocería ni una sola de sus cualidades. Y por supuesto no le importaba, porque tras largos años de dolorosa doma, el desapego hacia cualquier vestigio de humanidad, era absolutamente palpable.
Aquel viejo idiota, acompañado de su eterna apuesta por la derrota, no podía evitar que se le cristalizaran los ojos cada vez que el ocaso se teñía de púrpura. Porque aunque despreciaba con toda la intensidad de su alma la obra de Dios y sus consecuencias, tenía que reconocer que el muy cabrón seguía sabiendo crear como nadie las jodidas puestas de sol.
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