24 de septiembre de 2008

Latidos.


Supongo que tendemos a sobrevalorar la importancia del corazón, extraviado o no. Su incidencia en nuestra existencia sólo debería importarle a los cardiólogos y a los reporteros de rubias revistas. Desde luego no tendría que tener un lugar notable en la vida de alguien que piensa que la anatomía y las ciencias en general son aberraciones creadas en el averno. Sin embargo, el desgaste y los guantazos que van dejando los años consiguen que te preocupes por sus latidos y te preguntes cual es su capacidad máxima de tolerancia al dolor. Y por supuesto que no hay respuesta, que nadie te explicara el sentido de su bombeo, ni siquiera cuando aceptas la certeza de que tu papel en la película de la vida, es como mucho ser el amigo idiota de algún prota; ninguneado en diálogos y esperando estérilmente alguna aparición estelar en pantalla.
Eso si, alguien debería aclararte que coño hacer con ese fogonazo que te crece en el estomago y que se desborda de rabia, de ira o de pasión y que hace que te retuerzas en el más espantoso de los tormentos ante la injusticia, la intolerancia, la incomprensión o cualquiera de los dilemas que se estrellan ante tus narices. Alguien debería dignarse en apagar esas estrellas que se agolpan en tus sueños y que no sabes bien si son luces ajenas, propias o una simple retahíla de destellos inconexos.
Al final, con un poco de suerte, nos damos cuenta que todo lo que se agita en nuestro interior es puro corazón, con sus grandezas y sus miserias, con su elocuencia y su silencio, siendo el alma de la fiesta o siendo el mejor ejemplo de aridez emocional. Aunque algunos se empeñen en intentar perderlo sin vender cara la derrota.

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