Aquel era un mundo, una historia que ya nadie recordaba. Que ya nadie se atrevía a recordar. Pero no por ello dejaba de ser menos cierta o de permanecer imborrable en las formas pretéritas de las pesadillas.
Era una historia, en la cual se dibujaba la idea de que cuando un niño sueña, sus pensamientos pasan a formar parte de una gran comunidad de ideas que existen conjuntamente. Infinidad de sueños infantiles que se superponen, se empujan, se agreden, se emocionan y se desvanecen juntos. Todos intensos y todos diferentes. Dice la leyenda, que el día que un millón de sueños infantiles sean exactamente iguales, ese día, el mundo dejará su actual concepción establecida y pasará a ser gobernado absolutamente por los designios de los niños. Se acabarán los gobiernos, la economía, las guerras, las complejidades, las democracias, las injusticias y cualquier vestigio de situación dominada por un adulto. Todo pasará por el fino tamiz de la incoherencia infantil y de los caprichos sin argumentación. Por ese velo de ilusión que recorre las pupilas de cualquier niño y por su manera de afrontar las realidades que escupe a diario la vida.
Por eso, cuando veas que tu hijo duerme plácidamente y se dibuja una leve sonrisa en sus labios, puedes estar seguro de que sus sueños intentan parecerse lo máximo posible al millón de sueños que le rodean. Esperando el día en que su forma de entender todo cuanto le rodea, será más importante que la tuya.
Pero tampoco hay que alarmarse o sufrir más de lo necesario. Todo este proceso conlleva en si una afortunada fecha de caducidad. En unos pocos años habremos podido domar su espíritu convenientemente y toda esa inocencia habrá desaparecido, teniendo otro recluta más en el gran ejército de los adultos. Y por supuesto, sus sueños e ilusiones se teñirán con el habitual gris que acompaña e identifica cualquier mentalidad que tenga más de ocho años. Es una suerte ¿verdad?